Construyendo mundos vivos

En lo que respecta al mundo de los RPGs, siempre han aspirado a crear mundos inmensos que explorar y a los que salvar, pero la interpretación de este concepto ha sido peculiar y lejano a lo que podríamos considerar un escenario orgánico. Si bien los juegos de rol occidentales parecen haber tomado ventaja en ese apartado, con ejemplos como Fallout 3, Skyrim, Mass Effect o Dragon Age; los japoneses, a pesar de sus muchas virtudes (con una interpretación mucho más enfocada a la historia, los personajes y el diseño artístico), no han conseguido alcanzar el mismo nivel. Tomemos como ejemplo la franquicia por antonomasia: Final Fantasy.

La saga principal de Square ha constituido casi siempre, en lo que se refiere a mundos, una sucesión de bellísimos escenarios con los que ambientar y desarrollar nuestra aventura pero poco más, como si fuesen los fondos de una gran obra de teatro en la que nosotros somos los protagonistas. Obviamente, en muchas ocasiones se producía por limitaciones técnicas, utilizando el píxel hasta Final Fantasy VI (lo que era más que suficiente para parir una gran obra maestra) y los escenarios prerenderizados y personajes poligonales en las entregas de PSX. Eran escenarios brillantes sin lugar a dudas, pero nada más que eso.

Con la décima entrega para PS2 parece que Square comenzó a intentar la construcción de un mundo más orgánico sin alejarse de los preceptos de los JRPGs con el nacimiento de Spira. El planeta en el que se desarrolla la trama presenta diferentes lugares y facciones pero que parecen estar más integrados entre sí. Los conflictos entre razas, los papeles de cada una de ellas y las distintas interpretaciones de la religión en cada región ayudaban a esa sensación, con un diseño de vestuario más homogéneo pero que también remarcaba la diferencia entre estilos. Viendo las vestimentas que utilizaba un personaje se sabía al instante de dónde procedía. Un gran paso adelante en la demografía que ayudaba a una mayor inmersión.

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A su vez, Square también decidió eliminar el mapa del mundo tan habitual en el género, conectando los diferentes lugares bien a través de medios de transporte (barcos o aviones) como por caminos que, sin embargo, pecaban de muy lineales (o pasilleros, como se definiría al futuro Final Fantasy XIII) y no conseguían sacudir la sempiterna sensación de que nuestro pasos estaban guiados totalmente.

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