Mis momentos favoritos: La pradera de Hyrule (The Legend of Zelda: Ocarina of Time)

Pero ese ciclo diurno y nocturno no era cuestión baladí, ni mucho menos. La primera vez que viajábamos por la pradera, era imposible alcanzar el Castillo de Hyrule antes de que se hiciera de noche, por lo que la frustración nos embargaba cuando veíamos que el puente levadizo se levantaba y nos quedábamos fuera, a la intemperie. No había luz, la banda sonora desaparecía para dejar paso a efectos de sonido ambientales…y entonces aparecían ellos: los esqueletos. Teníamos que enfrentarnos a ellos solos, sin ayuda ni preparación, recién salidos de nuestro hogar protegido por el Árbol Deku. El juego incidía en su mensaje: el mundo es peligroso y tu aventura temeraria, si quieres sobrevivir, tendrás que empezar a madurar inmediatamente, convirtiéndote en alguien fuerte y diestro con las armas, además de contar con inteligencia y agilidad mental. Teníamos que convertirnos en héroes o ya podíamos ir apagando la consola.

Realmente, la Pradera de Hyrule no era más que el punto de conexión entre las diferentes regiones, pero era un escenario fantástico para nuestra obra. Ir de una punta a otra a pie se convertía en nada más y nada menos que 15 minutos de viaje, encontrando diversos rincones de lo más idílicos, como el río que fluía desde el dominio de los Zora, el aspecto montañoso de la entrada al Valle Gerudo o la colina del Rancho Lon Lon. Todo ello sin contar con los cambios que se producían debido a la historia, como esa ominosa tormenta que precedía a la huida de Zelda y el alzamiento de Ganondorf a rey de Hyrule, la transformación de la corona de la Montaña de la Muerte tras el regreso de Volvagia (visible desde todas las partes de la Pradera) o la gozada de cabalgar por la zona a lomos de Epona mientras cazábamos fantasmas con el arco.

La Pradera de Hyrule iba mucho más allá de un mero recurso jugable para conectar las distintas zonas de un videojuego. Era una demostración técnica de lo que los gráficos poligonales podían alcanzar pero, por encima de todo eso, era un recurso maestro para demostrar el tono de Ocarina of Time, un golpe a nuestros sentidos y emociones, mostrándonos un mundo inmenso y hostil, intimidante, que apelaba a nuestra percepción de lo maravilloso, espoleando nuestras ansias de aventuras, explorando y enfrentándonos a grandes retos que sólo con nuestra pericia podríamos superar, un torrente emocional sólo comparable en los últimos tiempos a la primera vez que avistamos un coloso en Shadow of the Colossus.

La Pradera de Hyrule era más que una simple extensión de terreno. Era un campo de sueños y en nuestra mano estaba el poder explorarlos y conquistarlos.

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