Cuatro niños vestidos de blanco y con las máscaras de los jefes a los que hemos derrotado se encuentran jugando y correteando por el lugar. Y, agazapado junto al tronco, hay un quinto chiquillo…portando la tenebrosa máscara de Majora.¿Qué demonios está ocurriendo? Cada niño nos invita a jugar con él al escondite y, una vez superadas esas fases, hablar con el que está sentado nos lleva al enfrentamiento final.
Ciertamente, el interior de la Luna parece algo completamente anticlimático, lejos de la épica que se demanda a los compases finales de un juego. Nunca se aclara realmente la función de este pasaje, aunque puede ser un estudio introspectivo de Skull Kid, cuya soledad y búsqueda de la felicidad terminan por ser el verdadero motivo de arranque de la historia, una muestra de su subconsciente y de las razones que le han llevado a actuar amparándose en el poder de Majora. Después de todo, es lo que nos preguntan cuando hablamos con los niños, interesados en el concepto de amistad. Puede que la máscara albergue trazos humanos de sus anteriores dueños y encierre la voluntad del chaval del bosque dentro de la Luna, sirviendo como prisión de su iniciativa y motor de sus temores.
Lejos de la espectacularidad de los cierres de anteriores entregas (sin ir más lejos, la Torre de Ganondorf en Ocarina of Time), Majora’s Mask nos deja un poso amargo con un clímax intimista y centrado en la salvación y aceptación de lo que uno es, de lo que teme y de lo que ansía. No nos encontramos con terribles monstruos a los que nos enfrentamos, sino que el peor enemigo somos nosotros mismos. Mientras que en otros juegos derrotamos al malvado Rey de las Gerudo y salvamos al mundo, en este nos encontramos con un mensaje melancólico y nostálgico, un recordatorio de la oscuridad que mora dentro de todos, las tinieblas dentro de la luz, dando forma a la entrega más arriesgada, personal y emocional de toda la saga.
Qué lástima que este tan «infravalorado» cono bien dices… :(