Red Warrior needs food badly!
Y es que Gauntlet IV nos da a los jugones que nos lo pasamos en grande jugando a las dos primeras entregas justo lo que pedimos. No hablo sólo de laberintos enormes, enemigos que se cuentan literalmente por cientos y verdaderas posibilidades multijugador, no. Hablo de “red warrior needs food badly”, de acción sin pañitos calientes, de decidir entre el camino más corto y con más posibilidades de supervivencia o el más largo y con más botín, de darse codazos con los colegas mientras discutes la estrategia a seguir: “por allí, atontao”, “dadme pantalla, que voy a coger esa llave”, “dispara por las diagonales o no van a dejar de salir fantasmas”, “el mago que coja las pócimas”, “no malgastéis las llaves”. Porque, tras su apariencia de arcade descerebrado, Gauntlet IV oculta un juego que requiere un cierto grado de estrategia: hay que saber cómo moverse, cómo avanzar y por dónde, cómo prever cuál de los muchos posibles caminos es el correcto. Cuando uno juega lo bastante, aprende que un cofre de tesoro puede servir para bloquear el paso a una horda de enemigos, que hay blancos que merecen la pena y blancos que no, que a veces sale más a cuenta luchar cuerpo a cuerpo que detenerse a disparar, que abrir la próxima puerta no siempre es una buena idea, que distinguir en una fracción de segundo una amenaza inmediata de una sólo probable o potencial es fundamental para sobrevivir.
La mayor parte de los videojuegos son una lucha por la supervivencia. En Gauntlet IV, por contra, el reto es retrasar lo inevitable al máximo. Perdemos un punto de vida cada medio segundo que pasamos jugando, aunque no nos hagan nada; nos enfrentamos a un enemigo que juega en casa y con una abrumadora superioridad numérica, que se abalanzará sobre nosotros tan pronto aparezca en pantalla. Somos carne de cañón en una batalla que vamos a perder. Seamos realistas: son muchos los niveles que tenemos que recorrer, mucha nuestra fragilidad y pocas las “monedas” con las que contamos. Por tanto, tenemos dos formas de tomarnos el juego: o decir “de perdidos al río” , apretar los dientes y vivir peligrosamente, arrasando con todo sin tasa y sin dar un paso atrás, o bien, en vista de que no vamos a ganarle el pulso a la muerte, hacer que al menos sude un poco. No hay muchos juegos con semejante planteamiento: no hay una meta específica, sabemos de antemano cuál va a ser el final, sabemos que no va a ser feliz… y maldito lo que nos importa todo eso. En Gauntlet IV lo que de verdad cuenta es el juego, no terminarlo; los laberintos, las masacres de enemigos, la cooperación, los piques, los codazos entre amiguetes… todo ello constituye un fin en sí mismo, con la suficiente entidad como para no necesitar, a modo de excusa, princesas que rescatar o mundos decadentes que salvar.