El concepto del tamaño está muy presente en Ocarina of Time, transmitiendo esa sensación de que nos encontramos en regiones de gran envergadura con elementos y estructuras impresionantes que contrastan con Link en su forma infantil. Sin embargo, nuestra aventura comienza en el Bosque Kokiri, un lugar aislado situado dentro de una frondosa arboleda. La ambientación ya nos atrapaba en un poblado de gran detalle, con ese aire entre misterioso y onírico, producto de la reclusión a la que se veían forzados los niños Kokiri sino querían morir.
Sin embargo, la primera vez en la que éramos conscientes del tamaño de nuestra misión era nuestra visita al enfermo pero majestuoso Árbol Deku. El guardián del bosque, un inmenso ejemplar cuya copa se alzaba por encima de todas las demás. Emulando a Link, todos nos sentimos impactados ante tan colosal presencia, cuyo poder manifiesto no era suficiente para liberarse de la maldición que le estaba drenando la vida poco a poco. De esta manera, entrábamos en la primera mazmorra del juego, un anticipo de la inmensa aventura que nos esperaría a continuación.
Tras probar nuestro valor y aceptar la misión que nos encomienda, llega la hora de abandonar nuestro hogar y lanzarnos a un mundo desconocido cuya existencia depende de nuestras propias acciones. Tras la emotiva despedida de Saria y la aparición del misterioso búho Kaeopora Gaebora, llegó el primer paso…
La Pradera de Hyrule. Nadie estaba preparado para tal visión. Dosificando de forma inteligente las sensaciones, Ocarina of Time se presentaba con una localización aislada y oprimida para, posteriormente, lanzarnos sin piedad a un mundo hostil, inmenso, donde sólo éramos una pequeña motita de polvo a merced de una misión que parecía superarnos. Una vasta extensión donde éramos incapaz de ver cuáles eran los límites que podíamos alcanzar por nuestro propio pie. Ayudando a crear la impresión de que nos encontrábamos en un mundo cohesionado, desde nuestra posición podíamos ver otros lugares que acabaríamos visitando, como el Rancho Lon Lon, la Montaña de la Muerte (con su turbadora corona de humo en la cima) y el Castillo de Hyrule, nuestro destino.
Una vez nos librábamos de esa intimidación, siendo sustituida por nuestra sed de aventuras y exploración, el juego ponía en liza otro factor: el ciclo de día y noche. A medida que avanzábamos por la pradera, el sol iba cayendo, dando paso al atardecer y, finalmente, a la oscuridad. Era la guinda que coronaba un mundo vivo, donde la luz daba una nueva imagen a cada rincón según el momento del día en el que nos encontráramos, cimentando el hecho de que Hyrule era un reino orgánico, que seguía su curso a pesar de nuestra presencia, a pesar de que éramos los protagonistas del cuento. Teníamos que regirnos por las normas de este mundo y no viceversa.
Una respuesta a “Mis momentos favoritos: La pradera de Hyrule (The Legend of Zelda: Ocarina of Time)”