Pero no acaba ahí la cosa pues el mismo concepto básico del juego nos lleva a la presentación de un mundo orgánico en el que todos los personajes tienen su propia vida, sus propios horarios que cumplir, sus propios miedos que afrontar. Cada habitante de Ciudad Reloj tiene su propia rutina y de nosotros depende influir en ellos o no. A través de estas abundante aventuras secundarias podremos disfrutar de historias paralelas al inminente apocalipsis, historias de amor, de superación, de culpa y de dolor. Esas personas con las que nos cruzamos en nuestros viajes acaban teniendo entidad propia y, si no intervenimos, veremos cómo todos ellos tendrán un final fatal más allá de la caída de la luna. Majora’s Mask sigue siendo considerada la entrega más oscura de la franquicia y con razón, pues retrata perfectamente el miedo que hace brotar la situación en la que nos vemos involucrados. No sólo estamos salvando un mundo, sino que también tenemos la sensación certera de que salvamos a a la gente que vive en él y no meros NPCs sin ni siquiera nombre.
Sin embargo, no es necesario acudir a un género con tantas posibilidades de exploración en un escenario de abierto para comprobar cómo se puede construir un buen mundo orgánico. Un buen ejemplo es la saga God of War, que desde su primera entrega fue consciente de que tenía que otorgar a su obra de una escala épica y de proporciones gigantescas para que pudiese destacar entre el nutrido mercado de juegos de acción.
Uno de los pilares de la franquicia es el concepto de que, allá por donde pasa Kratos, no vuelve a crecer la hierba…ni nada que posea remotamente vida. Haciendo honor al título, el guerrero espartano es todo un dios de la guerra y la destrucción, la gran amenaza para el todopoderoso panteón de deidades griegas y eso es algo que queda claro desde el primer nivel donde empalamos a la Hidra. De esta manera, los recursos de defensa divina se ponen en marcha enseguida.